Entrevista a Jorge Luis Borges en 'A Fondo' (1976)

Del Libro COMO LA LLUVIA - José Emilio Pacheco

En sólo cinco pequeños poemas, José Emilio Pacheco nos revela que nada es permanente.

Como la lluvia

Dos mil años después de que el Vesubio
Sepultó entre cenizas a Pompeya
Encontraron un muro en que estaba escrito:

Nada es eterno.
Brillan los soles y en el mar se hunden.
Arde la Luna y se desvanece más tarde.
La pasión de amor
Se termina también
Como la lluvia.

Al tercer día de copiado el grafito
El yeso en que lo inscribieron se vino abajo.

Se acabaron los versos
Como la lluvia.


Las enseñanzas del zancudo

Entra bajo el calor, mide mi cuarto.
Su torpe vuelo no produce ruido.
Da vueltas por la lámpara.
No se atreve a inmolarse.
Pegado a la pared se queda inmóvil.
Se limita a observarme y a temerme.
Se resigna a morir, triste, seguro
De que voy a aplastarlo.
Su pasiva fijeza es un misterio:
Está retando al mundo y a lo humano.

El anticolibrí, muestra irrisoria
Del total desamparo,
Sin duda es (como yo) lento, antiestético.
Pero no dice: "Apiádate".
Odia la compasión. A su manera
Es valiente entre los valientes.
Otros dirán: "Imbécil.
Puede escapar: hay puertas y ventanas"

No voy a destruir a un inocente.
¿Quiero ostentar misericordia altiva?
¿O estoy paralizado por él,
incapaz de aceptar su desfío?

El zancudo me dicta sin quererlo
Su lección indeseable:
"Si aún sigues aquí
No es por tu mérito.
Se trata nada más de que hasta ahora
Alguien ha decidido perdonarte".


En la estación final

En la estación final todas las cosas muestran
Su virtud de cambiar, no de permanecer.
Todo se viene abajo y se despide.
Nos dice el mundo: "Ya no eres de aquí,
No te reconocemos como nuestro.
Lo que creíste tuyo era sólo un préstamo.
Ahora mismo
Tienes que devolverlo".


Aduana

"¿Qué traes?", pregunta,
Con arrogancia de todopoderosa, la Muerte.
Y le respondo humilde:
"No traigo nada.
Dejo atrás lo que tuve,
Como usted ordena".


Consejera del aire

Cada vez que me creo importante
Llega la mosa y dice:
"No eres nadie".


Y para mi, en estos dos poemas, José Emilio Pacheco devela el ego del hombre y revela cómo aún, los que se creen más poderosos, son simplemente seres primates, primitivos.

Papá

En el jardín de Plantes,
A la vista de todos y sin recato,
Grita ebrio El Poeta Loco al gorilla preso:

"Papá,
¿Por qué al pararte en dos patas
Y oponer el pulgar a los otros dedos
(Te autonombraste Adán por haber cumplido esta doble
hazaña
Y dijiste estar hecho de arcilla roja
Animada por el Gran Soplo Divino),
Lo primero que hiciste fue aparearte
Con otra simia o primata,
Desgajar una rama para volverla mazo o lanza o espada,
Asesinar a tu hermano el mono
Y a tus otros hermanos los neandertales
E imponer tu primatecía?

"Papá,
Con tu acto fundacional
Nos diste la certeza más perdurable:
La gente mata, daña, veja, humilla, tortura
Sólo porque el hacerlo le da un placer infinito.

"Papá,
Mejor te hubieras quedado allá arriba en tus árboles
En vez de poner en marcha,
Con tu triste ambición de hacerte dios,
Todo este gran desastre que no ha cesado
Y acabó por hacernos lo que somos."


El mendigo de Palma

No hay en el mundo nadie más altivo
Que el mendigo
De las calles de Palma

Con qué arrogancia implora caridad,
Con qué hiriente desprecio la recibe
Y en ver de dar las gracias por la limosna
Rezonga maldiciones, vomita odio,
Escupe fuego contra la injusticia.

Cuán consumado su arte del desdén,
Cómo logra
Que nos sintamos culpables
Por no estar
En su cubil de ratas ni a la altura
De sus harapos y su mugre.

Con qué ferocidad tiende la mano,
Nido de nudos, cicatriz de rabia,
Pared roñosa,
Grietas, cuarteaduras
De un rencor milenario,
Árbol talado
Repleto de inscripciones indescifrables.

"Fiera de mí todo es
Impostura, mentira, fraude,
Hipocresía y disfraz para encubir
La desnudez del alma y el vacío
Alojado en sus mentes de hormiguero.

"Ustedes deberían pedirme perdón
Por estorbarme el sol y afear el paisaje
Con su imbécil presencia de antropoides,
Admito que sumpliquen mi compasión
Pero no me rebajo a tolerarlos
Ni acepto que me laman los zapatos.

"Soy el emperador de la inmundicia.
Mi Roma es el jardín del a basura.
En mi abyecto palacio ustedes son
Bárbaros despreciables, invasores
De mi imperio en jirones,
Mi planeta en proceso de hacerse polvo."

Qué soberbia tan grande, qué orgullo atroz
Demuestra al repetirnos desde su abismo:
"Aunque ustedes lo nieguen soy rey del mundo,
Mi imperio-llaga es la verdad del mundo".


Y estos poemas me gustan porque en ellos la poesía se convierte, como decía Octavio Paz, en imágenes. La poesía es imagen.

Fracaso

Miseria,
Incurable miseria de la poesía:

Intentar un poema que describa
A qué sabe el sabor del agua.


La Luna rota

Nevó toda la noche de plenilunio y al despertar
Y ver el bosque hundido en la nieve
Perece irreal
Que ya amanezca y aún siga intacta la Luna
Si ha caído en pedazos para llenar de vlanco este día.


Canción

Aún te sigo abrazando en esa canción
Que a veces de repente vuelve a escucharse:
La más cursi, la más vulgar,
La más bella canción del mundo.

MOMO - Michael Ende

Fragmentos de MOMO
De Michael Ende

Y cuando escuchaban los acontecimientos conmovedores o cómicos que se representaban en la escena, les parecía que la vida representada era, de modo misterioso, más real que su verdadera vida cotidiana. Y les gustaba contemplar esa otra realidad.

Debajo del escenario del anfiteatro en ruinas se había instalado Momo, y esto es lo que contestó a unas personas de los alrededores:
“-Y bien –dijo uno de los hombres-, parece que te gusta esto.
-Sí –contestó Momo.
-¿Y quieres quedarte aquí?
-Sí, si puedo.
-Pero, ¿no te espera nadie?
-No.
-Quiero decir, ¿no tienes que volver a casa?
-Esta es mi casa.
-¿De dónde vienes, pequeña?
Momo hizo con la mano un movimiento indefinido, señalando algún lugar cualquiera a lo lejos.
-Dices que te llamas Momo, ¿no es así?
-Sí.
-Es un nombre bonito, pero no lo he oído nunca. ¿Quién te ha llamado así?
-Yo –dijo Momo.
-¿Y cuándo naciste?
-Por lo que puedo recordar, siempre he existido.
-Bien, bien –dijo el hombre-. Pero todavía eres una niña. ¿Cuántos años tienes?
-Cien –dijo Momo, como dudosa.
La gente se rió, pues lo consideraba un chiste.
-Bueno, en serio, ¿cuántos años tienes?
-Cientodos –contestó Momo, un poco más dudosa todavía.
Alguien ha de cuidar de ti.
-Yo –contestó Momo aliviada.
-¿Ya sabes hacerlo?
-No necesito mucho.

Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar.
Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía.
Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante a su manera, para el mundo.

¡Así sabía escuchar Momo!


Un viejo callado y un joven parlanchín

Momo tenía dos grandes amigos. El viejo se llamada Beppo Barrendero.
Algunos opinaban que a Beppo Barrendero le faltaba algún tornillo. Lo decían porque ante las preguntas se limitaba a sonreír amablemente y no contestaba. Pensaba. Y cuando creía que una respuesta era innecesaria, se callaba. Pero cuando la creía necesaria, pensaba sobre ella. A veces tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba todo un día.
Sólo Momo sabía esperar tanto y entendía lo que decía. Sabía que se tomaba tanto tiempo para no decir nunca nada que no fuera verdad. Pues en su opinión, todas las desgracias del mundo nacían de las muchas mentiras, las dichas a propósito, pero también las involuntarias, causadas por la prisa o la imprecisión.
Cuando Beppo barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia; a cada paso una inspiración y a cada inspiración una barrida. Paso – inspiración – barrida. Paso – inspiración – barrida. De vez en cuando, se paraba un momento y miraba pensativamente ante sí, después proseguía paso – inspiración – barrida.
-Ves, Momo –le decía, por ejemplo-, las cosas son así: a veces tienes ante ti una calle larguísima. Te parece tan terriblemente larga, que nunca crees que podrás acabarla.
-Y entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas más todavía, empiezas a tener miedo, el final estás sin aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer.
-Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que en el siguiente.
-Entonces es divertido; eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser.
-De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta cómo ha sido, y no se está sin aliento.

El otro amigo de Momo era joven, ye n todos los aspectos lo más opuesto a Beppo, se llamaba Gigi. Contaba los cuentos de calleja a los forasteros, relatos de acontecimientos, nombres y fechas inventados. Algunos se daban cuenta y se marchaban enfadados pero la mayoría se reía de sus invenciones.
-Eso lo hacen todos los poetas.
- ¿Y qué importa que lo que yo cuente esté o no escrito en algún libro muy sabio? ¿Quién os dice a vosotros que las historias que ponen en los libros sabios no sean también inventadas, sólo que nadie se acuerda ya?
- ¿Quién sabe lo que es cierto y lo que no? ¿Quién puede saber lo que ha ocurrido aquí hace mil o dos mil años? ¿Lo sabéis vosotros?
-No –reconocían los demás.

-¡Lo veís! –exclamaba Gigi Cicerone-. ¡Cómo podéis decir vosotros que las historias que yo cuento no son verdad! Puede ser que, casualmente, haya ocurrido tal cosa como yo lo cuento. Entonces he dicho la pura verdad.

DISCURSO NOBEL - José Saramago

DISCURSO DE JOSÉ SARAMAGO AL RECIBIR PERMIO NOBEL

Este discurso de José Saramago, al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1998, me gustó porque habla de su origen, de quienes fueron sus maestros en la vida, y reconoce que sin ellos no sería la persona que fue: "creador de personajes y al mismo tiempo criatura de ellos".

He aquí el discurso:

POESÍA Y POEMA - Octavio Paz

Fragmentos de “POESÍA Y POEMA” de Octavio Paz.

La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases. Niega a la historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia, sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no-dirigido. Hija del azar: fruto del cálculo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivo. Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real, copia de una copia de la Idea. Locura, éxtasis, logros. Regreso a la infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del limbo. Juego, trabajo, actividad ascética. Confesión. Experiencia innata. Visión, música, símbolo.
Analogía: el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y rimas no son sino correspondencias, ecos, de la armonía universal.
Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no confundimos arbitrariamente poesía y poema?
… No todo poema –o para ser exactos: no toda obra construida bajo las leyes del metro- contiene poesía…

Un soneto no es un poema, sino una forma literaria, excepto cuando ese mecanismo retórico –estrofas, metros y rimas- ha sido tocado por la poesía. Hay máquinas de rimar pero no de poetizar. Por otra parte, hay poesía sin poemas; paisajes, personas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser poemas.  Pues bien, cuando la poesía se da como una condensación del azar o es una cristalización de poderes y circunstancias ajenos a la voluntad creador del poeta, nos enfrentamos a lo poético. Cuando –pasivo o activo, despierto o sonámbulo- el poeta es el hilo conductor y transformador de la corriente poética, estamos en presencia de algo radicalmente distinto: una obra. Un poema es una obra. La poesía se polariza, se congrega y aísla en un producto humano: cuadro, canción, tragedia. Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aísla y revela plenamente. Es lícito preguntar al poema por el ser de la poesía si deja de concebirse a éste como una forma capaz de llenarse con cualquier contenido. El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre. Poema es un organismo verbal que contiene, suscita o emite poesía. Forma y substancia son lo mismo.
La única nota en común a todos los poemas consiste en que son obras, productos humanos, como los cuadros de los pintores y las sillas de los carpinteros.
No quiero negar la existencia de los estilos… el poeta se alimenta de estilos. Sin ellos no habría poemas. Pero el poeta trasciende ese lenguaje. O mejor dicho: lo resuelve en actos poéticos irrepetibles: imágenes, colores, ritmos, visiones: poemas. Góngora trasciende el estilo barroco; Garcilaso, el toscano; Rubén Darío, el modernista.  Los estilos nacen, crecen y mueren. Los poemas permanecen y cada uno de ellos constituye una unidad autosuficiente, un ejemplar aislado, que no se repetirá jamás.

El carácter irrepetible y único del poema lo comparten otras obras: cuadros, esculturas, sonatas, danzas, monumentos. Una tela, una escultura, una danza son, a su manera, poemas. Y esa manera no es muy distinta a la del poema hecho palabras. La diversidad de las artes no impide su unidad. Más bien la subraya.

Las diferencias entre el idioma hablado o escrito y los otros –plásticos o musicales- son muy profundas, pero no tanto que nos hagan olvidar que todos son, esencialmente, lenguaje: sistemas expresivos dotados de poder significativo y comunicación. Pintores, músicos, arquitectos, escultores y demás artistas no usan como materiales de composición elementos radicalmente distintos de los que emplea el poeta. Sus lenguajes son diferentes, pero son lenguaje.

Cualquiera que sea su actividad y profesión, artista o artesano, el hombre transforma la materia prima: colores, piedras, metales, palabras. La operación trasmutadora consiste en lo siguiente: los materiales abandonan el mundo ciego de la naturaleza para ingresar al de las obras, es decir, en el de las significaciones. ¿Qué ocurre, entonces, con la materia piedra, empleada por el hombre para esculpir una estatua y construir una escalera? Aunque la piedra de la estatua no sea distinta a la de la escalera y ambas estén referidas a un mismo sistema de significaciones (por ejemplo: las dos forman parte de una iglesia medieval), la transformación que la piedra ha sufrido en la escultura es de naturaleza diversa a la que la convirtió en escalera. La suerte del lenguaje en manos de prosistas y poetas puede hacernos vislumbrar el sentido de esa diferencia. El poeta pone en libertad su materia, el prosista la aprisiona.

Otro tanto ocurre con formas, sonidos y colores. La piedra triunfa en la escultura, se humilla en la escalera. El color resplandece en el cuadro; el movimiento del cuerpo, en la danza. La materia, vencida o deformada en el utensilio, recobra su esplendor en la obra de arte. La operación poética es de signo contrario a la manipulación técnica. Gracias a la primera, la materia reconquista su naturaleza: el color es más color, el sonido es plenamente sonido. En la creación poética no hay victoria sobre la materia o sobre los instrumentos, como quiere una vana estética de artesanos, sino un poner en libertad la materia. Palabras, sonidos, colores y demás materiales sufren una trasmutación apenas ingresan en el círculo de la poesía. Sin dejar de ser instrumentos de significación y comunicación, se convierten en “otra cosa”. Ese cambio –al contrario de lo que ocurre en la técnica- no consiste en abandonar su naturaleza original, sino en volver a ella. Ser “otra cosa” quiere decir “la misma cosa”: la cosa misma, aquello que real y primitivamente son.

Por otra parte, la piedra de la estatua, el rojo del cuadro, la palabra del poema, no son pura y simplemente piedra, color, palabra: encarnan algo que los trasciende y traspasa. Sin perder sus valores primarios, su peso original, son también como puentes que nos llevan a otra orilla, puertas que se abren a otro mundo de significados indecibles por el mero lenguaje. Ser ambivalente, la palabra poética es plenamente lo que es –ritmo, color, significado- y asi-mismo, es otra cosa: imagen. La poesía convierte la piedra, el color, la palabra y el sonido en imágenes. Y esta segunda nota, el ser imágenes, y el extraño poder que tienen para suscitar en el oyente o en el espectador constelaciones de imágenes, vuelve poemas todas las obras de arte.

Nada prohíbe considera poemas todas las obras plásticas y musicales, a condición de que cumplan las dos notas señaladas: por una parte, regresar sus materiales a lo que son –materia resplandeciente u opaca- y así negarse al mundo de la utilidad; por la otra, transformarse en imágenes y de ese modo convertirse en una forma peculiar de la comunicación. Sin dejar de ser lenguaje –sentido y transmisión del sentido- el poema es algo que está más allá del lenguaje. Mas eso que está más allá del lenguaje sólo puede alcanzarse a través del lenguaje. Un cuadro será poema si es algo más que lenguaje pictórico. Piero della Francesca, Masaccio, Leonardo o Ucello no merecen, ni consienten, otro calificativo que el de poetas.  En ellos la preocupación por los medios expresivos de la pintura, esto es, por el lenguaje pictórico, se resuelve en obras que trascienden ese mismo lenguaje. Ser un gran pintor quiere decir ser un gran poeta: alguien que trasciende los límites de su lenguaje.

En suma, el artista no se sirve de sus instrumentos –piedras, sonido, color o palabra- como el artesano, sino que los sirve para que recobren su naturaleza original. Servidor del lenguaje, cualquiera que sea éste, lo trasciende. Esta operación paradójica y contradictoria produce la imagen. El artista es creador de imágenes: poeta.


El arco y la lira, México, Fondo de Cultura Económica, 1956 [OC, vol. 1].

TRANSFIGURACIONES - Octavio Paz


Fragmentos de "TRANSFIGURACIONES" de Octavio Paz.

1
Hay muchas maneras de acercarse a una pintura: en línea recta hasta plantarse frente al cuadro y contemplarlo cara a cara, en actitud de interrogación, desafío o admiración; en forma oblicua, como aquel que cambia una secreta mirada de inteligencia con un transeúnte; en zig-zag, avanzando y retrocediendo con movimientos de estratega evocadores tanto del juego de ajedrez como de las maniobras militares; midiéndolo y palpándolo con la vista, como el convidado goloso mira examina una mesa tendida; girando en círculos…

Desde hace más de veinte años giro en torno a la pintura de Rufino Tamayo.
¿Cómo definir mi actitud ante la obra de Tamayo? Rotación, gravitación: me atrae y, simultáneamente me mantiene a distancia –como un sol. También podría decir que provoca en mí una suerte de apetito visual: veo su pintura como un fruto, incandescente e intocable. Pero hay otra forma más exacta: fascinación. Lo miro y poco a poco, con inflexible y lenta seguridad, se despliega y se vuelve un abanico de sensaciones, una vibración de colores y de formas que se extienden en oleadas: espacio vivo, espacio dichoso de ser espacio. Después con la misma lentitud, los colores se repliegan y el cuadro se cierra sobre sí mismo. No hay nada de intelectual en esta experiencia: describo simplemente el acto de ver y la extraña, aunque natural, fascinación que nos embarga al contemplar el cotidiano abrir y cerrarse de las flores, los frutos, las mujeres, el día, la noche. Nada más lejos de la pintura metafísica o especulativa que el arte de Tamayo. Al contemplar sus cuadros no asistimos a la revelación de un secreto: participamos en el secreto que toda revelación.
2
Hay que agregar que la verdadera originalidad de Tamayo –su originalidad pictórica- no reside en su actitud crítica frente a la confusión entre pintura y literatura política en que debatían los artistas mexicanos en esos años, sino en su actitud crítica ante el objeto. Pintura que somete el objeto a una inquisición sobre sus propiedades plásticas y que es una investigación de las relaciones entre los colores, las líneas y los volúmenes. Pintura crítica: reducción del objeto a sus elementos plásticos esenciales. El objeto visto no como una idea o representación sino como un campo de fuerzas magnéticas.

3
… Al final de este periodo, Tamayo comienza a pintar una serie de telas violentas, a veces violentas, otras exaltadas y siempre intensas y reconcentradas: perros aullando a la luna, pájaros, caballos, leones, amantes en la noche, mujeres en el baño o danzando, solitarios contemplando un firmamento enigmático: nunca fue más lúcido ni más dueño de sí el delirio. Alegría trágica. Tamayo descubre por esos años la facultad metafórica de los colores y las formas, el don del lenguaje que es la pintura… Tamayo convierte a su pintura en un arte de la transfiguración: el poder de la imaginación que hace un sol de un mamey, una media luna de una guitarra, un pedazo de campo salvaje del cuerpo de una mujer.

Tamayo es riguroso y  se ha impuesto una limitación estricta: la pintura es, ante todo y sobre todo. Un fenómeno visual. El tema es un pretexto; lo que el pintor se propone es dejar en libertad a la pintura: las formas son las que hablan, no las intenciones ni las ideas del artista. La forma es emisora de significados.
…Dentro de esta estética, que es la de nuestro tiempo, la actitud de Tamayo se singulariza por su intransigencia frente a las facilidades de la fantasía literaria. No porque la pintura sea antiliteraria –nunca lo ha sido ni puede serlo- sino porque afirma que el lenguaje de la pintura –su escritura y su literatura- no es verbal sino plástico.
… Las ideas y los mitos, las pasiones y las figuras imaginarias, las formas que vemos y las que soñamos, son realidades que el pintor ha de encontrar dentro de la pintura: algo que debe brotar del cuadro y no algo que el artista introduce en el cuadro.
… La pintura es un lenguaje original, tan rico como el de la música o la literatura.

Tamayo pasa de la crítica del objeto a la crítica de la pintura misma. Exploración del color: “a medida que usamos un menor número de colores –dijo alguna vez Paul Westheim- crece la riqueza de las posibilidades. Es más valioso, pictóricamente hablando, agotar las posibilidades de un solo color que usar una variedad ilimitada de pigmentos”. Se dice y repite que Tamayo es un gran colorista; hay que añadir que esa riqueza es fruto de una sobriedad.

… La limitación se vuelve abundancia: universos azules y verdes en un puñado de polen, soles y tierras en un átomo amarillo…

El dibujo de Tamayo es el de un escultor: señala los puntos de convergencia las líneas de fuerza que rigen una anatomía o una forma… el verdadero esqueleto de la pintura.

… En la pintura de Tamayo las formas y figuras no están en el espacio: son el espacio, lo forman y conforman, del mismo modo que las rocas, las colinas, el cauce del río y las arboledas no están en el paisaje: construyen o, mejor dicho, constituyen el paisaje.

4
Aquí Paz, hace una correlación entre Tamayo y algunos de sus contemporáneos como Dubuffet y Willem de Kooning.

5
Todos los críticos han señalado la importancia del arte popular en su creación. Es innegable, pero vale la pena investigar en qué consiste esa influencia. Ante todo, ¿qué se entiende por arte popular? ¿Arte tradicional o arte del pueblo? El pop-art, por ejemplo, es popular y no es tradicional. No continúa una tradición sino que, con elementos populares, intenta y a veces logra crear obras que son nuevas y detonantes: lo contrario de una tradición. En cambio, el arte popular es siempre tradicional: es una manera, un estilo que se perpetúa por la repetición y que sólo admite variaciones ligeras. No hay revoluciones estéticas en la esfera del arte popular. Además, la repetición y la variación son anónimas o, mejor dicho, impersonales y colectivas.

… El arte popular, por constituir un estilo tradicional sin interrupciones ni cambios creadores, no es arte, si se emplea esta palabra de una manera estricta. Por lo demás, no quiere ser arte: es una prolongación de los utensilios y de los ornamentos y no aspira sino a confundirse con nuestra existencia diaria. Vive en el ámbito de la fiesta, la ceremonia y el trabajo: es vida social cristalizada en un objeto mágico. Digo mágico porque es muy probable que el origen del arte popular sea la magia que acompaña a todas las religiones y creencias: ofrenda, talismán, relicario, sonaja de fertilidad, figurilla de barro, fetiche familiar. La relación entre Tamayo y el arte popular debe buscarse, por tanto, en el nivel más profundo: no sólo en las formas sino en las creencias subterráneas que las animan.

No niego que Tamayo haya sido sensible al hechizo de las invenciones plásticas populares: señalo que no aparecen en su pintura por ser hermosas, aunque lo sean. Su significación es otra, unen a Tamayo con el mundo de su infancia. Su valor es afectivo y existencial: el artista es el hombre que no ha sepultado enteramente a su niñez. Aparte, esas formas populares son algo así como venas de irrigación: por ellas asciende la sabia ancestral, las creencias originales, el pensamiento inconsciente, pero no incoherente, que anima al mundo mágico. La magia, dice Cassirer, afirma la fraternidad de todos los seres vivos porque se funda en la creencia en una energía o fluido universal.

…Dos consecuencias del pensamiento mágico: la metamorfosis y la analogía. Metamorfosis: las formas y sus cambios son simples transmutaciones del fluido original; analogía: todo se corresponde si un principio único rige las transformaciones de los seres y de las cosas. Irrigación, circulación del soplo primordial: una sola energía recorre todo, del insecto al hombre, del hombre al espectro, del espectro a la planta, de la planta al astro. Si la magia es la animación universal, el arte popular es su superviviencia: en sus formas encantadoras y frágiles está gravado el secreto de la metamorfosis. Tamayo ha bebido el agua de ese manantial y conoce el secreto. No con la cabeza, que es la única manera en que nosotros, modernos, podemos conocerlo, sino con los ojos y con las manos, con el cuerpo y la lógica inconsciente de lo que, inexactamente, llamamos instinto.

Si se piensa en los dos polos que definen la pintura de Tamayo, el rigor plástico y la imaginación que transfigura al objeto, se advierte inmediatamente que su encuentro con el arte precolombino fue una verdadera conjunción.

MÁSCARAS MEXICANAS - Octavio Paz

Fragmentos que seleccioné de un texto de Paz llamado “MÁSCARAS MEXICANAS”
Corazón apasionado
Disimula tu tristeza
Canción popular

Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena. En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.

El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la “hombría” consiste en no “rajarse” nunca. Los que se “abren” son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre en otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, “agacharse”, pero no “rajarse”, esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad.

El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente consideramos peligroso el medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y hostilidad del ambiente –y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire- nos obligan a cerrarnos al exterior. Pero esa conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados.
Todas estas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría para otros pueblos consiste en una abierta y agresiva disposición al combate, nosotros, acentuamos el carácter defensivo, listos a repeler el ataque. El “macho” es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía. La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y políticas. Y si no todos somos estoicos e impasibles, al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo del a victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad.

Si en la política y el arte el mexicano aspira a crear mundos cerrados, en la esfera de las relaciones cotidianas procura que imperen el pudor, el recato y loa reserva ceremoniosa. El pudor, que nace de la vergüenza ante la desnudez propia o ajena, es un reflejo casi físico entre nosotros. No nos da miedo ni vergüenza nuestro cuerpo; lo afrontamos con naturalidad y lo vivimos con cierta plenitud. Pero las miradas extrañas nos sobresaltan, porque el cuerpo no vela la intimidad, sino la descubre. El pudor, así, tiene un carácter defensivo, como la muralla china de la cortesía o las cercas de órganos y cactos que separan en el campo a los jacales de los campesinos. Y por eso la virtud que más estimamos en las mujeres es el recato, como en los hombres la reserva. Ellas también deben defender su intimidad.
Ante el escarceo erótico (la mujer), debe ser “decente”; ante la adversidad, “sufrida”. En ambos casos su respuesta no es instintiva ni personal, sino conforme a un modelo genérico. Y ese modelo, como en el caso del “macho”, tiende a subrayar los aspectos defensivos y pasivos, en una gama que va desde el pudor y la “decencia” hasta el estoicismo, la resignación y la impasibilidad.

La mujer mexicana, como todas las otras, es un símbolo que representa la estabilidad y continuidad de la raza. A su significación cósmica se alía la social: en la vida diaria su función consiste en hacer imperar la ley y el orden, la piedad y la dulzura. Todos cuidamos que nadie “falte al respeto a las señoras”, noción universal, sin duda, pero que en México se lleva hasta sus últimas consecuencias. 
Naturalmente habría que preguntar a las mexicanas su opinión; ese “respeto” es a veces una hipócrita manera de sujetarlas e impedirles que se expresen. Quizás muchas preferirían ser tratadas con menos “respeto” (que, por lo demás, se les concede solamente en público) y con más libertad  y autenticidad. Esto es, como seres humanos y no como símbolos o funciones. Pero ¿cómo vamos a consentir que ellas se expresen, si toda nuestra vida tiende a paralizarse en una máscara que oculte nuestra intimidad?

Tanto por la fatalidad de su anatomía “abierta” como por su situación social –depositaria de la honra, a la española- está expuesta a toda clase de peligros… El mal radica en ella misma; por su naturaleza es un ser “rajado”, abierto. Mas, en virtud de un mecanismo de compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza original y se crea el mito de la “sufrida mujer mexicana”. Por la obra del sufrimiento, las mujeres se vuelven como los hombres: invulnerables, impasibles, estoicas.

Se dirá que al transformar en virtud algo que debería ser motivo de vergüenza, sólo pretendemos descargar nuestra conciencia y encubrir con una imagen una realidad atroz.
Me parece que todas estas actitudes, por diversas que sean sus raíces, confirman el carácter “cerrado” de nuestras reacciones frente al mundo o frente a nuestros semejantes. Pero no nos bastan los mecanismos de preservación y defensa. La simulación, que no acude a nuestra pasividad, sino que exige una invención activa y que se recrea a sí misma a cada instante, es una de nuestras formas de conducta habituales. Mentimos por placer y fantasía, sí, como todos los pueblos imaginativos, pero también para ocultarnos y ponernos al abrigo de intrusos. La mentira posee una importancia decisiva en nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su fertilidad y lo que distingue a nuestras mentiras de las groseras invenciones de otros pueblos. La mentira es un juego trágico, en el que arriesgamos parte de nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia.

El simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama una constante improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que fingimos, hasta que llega un momento en que realidad y apariencia, mentira y verdad, se confunden.

La simulación es una actividad parecida a la de los actores y puede expresarse en tantas formas como personajes fingimos. Pero el actor, si lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna plenamente, aunque después, terminada la representación, lo abandone como su piel la serpiente. El simulador jamás se entrega y se olvida de sí, pues dejaría de simular si se fundiera con su imagen. Al mismo tiempo, esa ficción se convierte en una parte inseparable –y espuria- de su ser: está condenado a representar toda su vida, porque entre su personaje y él se ha establecido una complicidad que nada puede romper, excepto la muerte o el sacrificio. La mentira se instala en su ser y se convierte en el fondo último de su personalidad.

La disimulación requiere mayor sutileza: el que disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido, sin renunciar a su ser. El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo. Temeroso de la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y fantasma, eco. No camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica, rezonga; no se queja, sonríe…

Y es tanta la tiranía
de esta disimulación
que aunque de raros anhelos
se me hincha el corazón,
tengo miradas de reto
y voz de resignación.

Quizá el disimulo nació durante la Colonia. Indios y mestizos tenían, como el poema de Reyes, que cantar quedo, pues “entre dientes mal se oyen palabras de rebelión”. El mundo colonial ha desaparecido, pero no el temor, la desconfianza y el recelo. Y ahora no solamente disimulamos nuestra cólera sino nuestra ternura.

En sus formas radicales el disimulo llega al mimetismo. El indio se funde con el paisaje, se confunde con la barda blanca en que se apoya por la tarde, con la tierra oscura en que se tiende a mediodía, con el silencio que lo rodea. Se disimula tanto su humana singularidad que acaba por abolirla y se vuelve piedra, pirú, muro, silencio: espacio. No quiero decir que comulgue con el Todo, a la manera panteísta, ni que un árbol aprehenda a todos los árboles, sino que efectivamente, esto es, de una manera concreta y particular, se confunde con un objeto concreto.

Defensa frente al exterior o fascinación ante a la muerte, el mimetismo no consiste tanto en cambiar de naturaleza como de apariencia. (El mexicano) aparenta ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la muerte o del no ser antes de abrir su intimidad y cambiar. La disimulación mimética, en fin, es una de tantas manifestaciones de nuestro hermetismo. Si el gesticulador acude al disfraz, los demás queremos pasar desapercibidos. En ambos casos ocultamos nuestro ser. Y a veces lo negamos. Recuerdo que una tarde, como oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío, pregunté en voz alta: “¿Quién anda por ahí?”. Y la voz de una criada recién llegada de su pueblo contestó: “No es nadie, señor, soy yo”.

No solo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos transparentes y fantasmales; también disimulamos la existencia de nuestros semejantes. No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos deliberados y soberbios. Los disimulamos de manera más definitiva y radical; los ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de Alguien, Ninguno. La nada pronto se individualiza, se hace cuerpo y ojos, se hace Ninguno…. Ninguno no se atreve a no ser: oscila, intenta una y otra vez ser Alguien. Al fin, entre vanos gestos, se pierde en el limbo de donde surgió.

Sería un error que los demás le impiden existir. Simplemente disimulan su existencia, obran como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan, lo ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte cuadros, se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el nombre que olvidamos siempre por una extraña fatalidad, el eterno ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una omisión. Y sin embargo, Ninguno está presente siempre. Es nuestro secreto, nuestro crimen y nuestro remordimiento. Por eso el Ninguneador también se ningunea; él es la omisión de Alguien. Y si todos somos Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la sombra de Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador y lo cubre todo. En nuestro territorio, más fuerte que las pirámides y los sacrificios, que las iglesias, los motines y los cantos populares, vuelve  a imperar el silencio, anterior a la historia.


El laberinto de la soledad, México, FCE, 1959