MOMO - Michael Ende

Fragmentos de MOMO
De Michael Ende

Y cuando escuchaban los acontecimientos conmovedores o cómicos que se representaban en la escena, les parecía que la vida representada era, de modo misterioso, más real que su verdadera vida cotidiana. Y les gustaba contemplar esa otra realidad.

Debajo del escenario del anfiteatro en ruinas se había instalado Momo, y esto es lo que contestó a unas personas de los alrededores:
“-Y bien –dijo uno de los hombres-, parece que te gusta esto.
-Sí –contestó Momo.
-¿Y quieres quedarte aquí?
-Sí, si puedo.
-Pero, ¿no te espera nadie?
-No.
-Quiero decir, ¿no tienes que volver a casa?
-Esta es mi casa.
-¿De dónde vienes, pequeña?
Momo hizo con la mano un movimiento indefinido, señalando algún lugar cualquiera a lo lejos.
-Dices que te llamas Momo, ¿no es así?
-Sí.
-Es un nombre bonito, pero no lo he oído nunca. ¿Quién te ha llamado así?
-Yo –dijo Momo.
-¿Y cuándo naciste?
-Por lo que puedo recordar, siempre he existido.
-Bien, bien –dijo el hombre-. Pero todavía eres una niña. ¿Cuántos años tienes?
-Cien –dijo Momo, como dudosa.
La gente se rió, pues lo consideraba un chiste.
-Bueno, en serio, ¿cuántos años tienes?
-Cientodos –contestó Momo, un poco más dudosa todavía.
Alguien ha de cuidar de ti.
-Yo –contestó Momo aliviada.
-¿Ya sabes hacerlo?
-No necesito mucho.

Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar.
Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía.
Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante a su manera, para el mundo.

¡Así sabía escuchar Momo!


Un viejo callado y un joven parlanchín

Momo tenía dos grandes amigos. El viejo se llamada Beppo Barrendero.
Algunos opinaban que a Beppo Barrendero le faltaba algún tornillo. Lo decían porque ante las preguntas se limitaba a sonreír amablemente y no contestaba. Pensaba. Y cuando creía que una respuesta era innecesaria, se callaba. Pero cuando la creía necesaria, pensaba sobre ella. A veces tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba todo un día.
Sólo Momo sabía esperar tanto y entendía lo que decía. Sabía que se tomaba tanto tiempo para no decir nunca nada que no fuera verdad. Pues en su opinión, todas las desgracias del mundo nacían de las muchas mentiras, las dichas a propósito, pero también las involuntarias, causadas por la prisa o la imprecisión.
Cuando Beppo barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia; a cada paso una inspiración y a cada inspiración una barrida. Paso – inspiración – barrida. Paso – inspiración – barrida. De vez en cuando, se paraba un momento y miraba pensativamente ante sí, después proseguía paso – inspiración – barrida.
-Ves, Momo –le decía, por ejemplo-, las cosas son así: a veces tienes ante ti una calle larguísima. Te parece tan terriblemente larga, que nunca crees que podrás acabarla.
-Y entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas más todavía, empiezas a tener miedo, el final estás sin aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer.
-Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que en el siguiente.
-Entonces es divertido; eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser.
-De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta cómo ha sido, y no se está sin aliento.

El otro amigo de Momo era joven, ye n todos los aspectos lo más opuesto a Beppo, se llamaba Gigi. Contaba los cuentos de calleja a los forasteros, relatos de acontecimientos, nombres y fechas inventados. Algunos se daban cuenta y se marchaban enfadados pero la mayoría se reía de sus invenciones.
-Eso lo hacen todos los poetas.
- ¿Y qué importa que lo que yo cuente esté o no escrito en algún libro muy sabio? ¿Quién os dice a vosotros que las historias que ponen en los libros sabios no sean también inventadas, sólo que nadie se acuerda ya?
- ¿Quién sabe lo que es cierto y lo que no? ¿Quién puede saber lo que ha ocurrido aquí hace mil o dos mil años? ¿Lo sabéis vosotros?
-No –reconocían los demás.

-¡Lo veís! –exclamaba Gigi Cicerone-. ¡Cómo podéis decir vosotros que las historias que yo cuento no son verdad! Puede ser que, casualmente, haya ocurrido tal cosa como yo lo cuento. Entonces he dicho la pura verdad.